domingo, 22 de noviembre de 2009

Importancia del ejercicio en la prevención cardiovascular

El ejercicio mejora el perfil lipídico y el control de la glucemia, reduce o previene la hipertensión arterial, la obesidad y el estrés, mejora la forma física y aumenta la longevidad.

Dr. Boraita Pérez A
Revista Española de Cardiología 61(5):514-528, May 2008

Introducción

La ausencia de actividad física es considerada un problema de salud pública. La disminución del trabajo físico, los cambios de hábito y el  estilo de vida sedentario son factores que resultan perjudiciales para el individuo y potencialmente costosos para la sociedad, ya que se acompañan de incremento en la incidencia de las enfermedades cardiovasculares. El ejercicio promueve un efecto beneficioso en la prevención de la cardiopatía isquémica, la disminución de la mortalidad global y mejora la calidad de vida; además se ha comprobado que previene numerosas afecciones y retrasa los efectos negativos del envejecimiento sobre el aparato cardiovascular. 

Se considera que la actividad física inadecuada es un factor independiente de riesgo de enfermedad coronaria. Aproximadamente el 12% de la mortalidad total en los EE.UU. está relacionada con la falta de actividad física regular, y la inactividad está asociada con un incremento de al menos el doble del riesgo de un evento coronario. Se estima que en las 200 000 muertes que se producen por año, debidas a la cardiopatía isquémica, el cáncer o la diabetes mellitus tipo 2, existe una fuerte relación con el sedentarismo. Por el contrario, la actividad física regular y la buena forma física cardiovascular disminuyen la mortalidad global.

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Ejercicio físico y deporte

La actividad física se define como cualquier movimiento corporal producido por los músculos esqueléticos, que tiene como resultado un gasto de energía. El concepto de ejercicio físico es diferente, ya que es un tipo de actividad física planificada, estructurada y repetitiva que tiene como finalidad el mantenimiento o la mejora de uno o más componentes de la forma física, entendida como la capacidad de desempeñar una actividad física de intensidad ligera-moderada sin fatiga excesiva. El concepto de aptitud física incluye diferentes variables de aptitud cardiovascular, respiratoria, de composición corporal, fortaleza y elasticidad muscular y flexibilidad. El deporte es una actividad física e intelectual que tiene un componente competitivo y de espectáculo e involucra un entrenamiento físico. Se clasifican en aeróbicos, anaeróbicos alácticos, anaeróbicos lácticos y mixtos.

El fenómeno contráctil es un proceso que requiere energía, y el adenosintrifosfato es la única fuente inmediata de energía para la contracción muscular. El músculo esquelético utiliza 3 fuentes de energía para su contracción: el sistema anaeróbico aláctico (involucrado en actividades de duración < 15-30 segundos y elevada intensidad), el anaeróbico láctico o glucólisis anaeróbica (ejercicios de máxima intensidad y una duración de 30-90 segundos) y el sistema aeróbico u oxidativo (fuente energética de forma predominante alrededor de los 2 minutos de ejercicio).

Beneficios del ejercicio

La actividad física de tipo aeróbico, cuando es realizada con asiduidad, produce una serie de adaptaciones de distinta índole que generan beneficios para la salud. El entrenamiento propio de los deportes, el ejercicio dinámico y de resistencia induce adaptaciones morfológicas y funcionales cardiovasculares: disminución de la frecuencia cardíaca, aumento del volumen de las cavidades y del grosor de los espesores parietales, incremento del volumen sistólico y aumento de la densidad capilar miocárdica y de su capacidad de dilatación. En estudios realizados en deportistas de diferentes especialidades se demostró el concepto de un único tipo de hipertrofia, y se halló mayor incremento de la masa ventricular izquierda en los deportes de resistencia que en los de potencia.

En diversos estudios se han descrito adaptaciones en las arterias coronarias en relación con la hipertrofia fisiológica. Se han encontrado adaptaciones estructurales y metabólicas, aumento en la densidad capilar proporcional al engrosamiento de la pared del miocardio, aumento del calibre de los vasos coronarios, especialmente de su capacidad de vasodilatación, y aumento de la permeabilidad capilar. Estas adaptaciones surgen para mantener una adecuada perfusión miocárdica durante la práctica del ejercicio físico, con el objetivo de facilitar el aporte sanguíneo al músculo cardíaco.

En pacientes con enfermedad coronaria, el entrenamiento físico mejora la función endotelial de los vasos coronarios epicárdicos y los vasos de resistencia. Las sesiones cortas, repetitivas, de ejercicio intenso mejoran la vasodilatación dependiente del endotelio en 4 semanas y, por otro lado, el ejercicio aeróbico regular previene la pérdida de la vasodilatación relacionada con la edad y la normaliza en varones de mediana edad o ancianos previamente sedentarios. El ejercicio favorece la producción de citoquinas protectoras contra la aterosclerosis. En pacientes con cardiopatía isquémica, el entrenamiento mejora la autonomía, reflejada en el aumento de la sensibilidad en los barorreceptores y la variabilidad de la frecuencia cardíaca. El ejercicio moderado mejora la función normal de los linfocitos T y B circulantes, monocitos y macrófagos, por lo tanto podría disminuir la incidencia de infecciones y de algunas neoplasias.

En relación con su acción sobre el aparato cardiovascular, diferentes estudios han mostrado una relación inversa entre ejercicio habitual y riesgo de enfermedad coronaria, eventos cardíacos y muerte. El ejercicio produce efectos beneficiosos sobre el perfil lipídico (reduce de las lipoproteínas de baja densidad y los triglicéridos, y aumenta las lipoproteínas de alta densidad), la composición corporal, la capacidad aeróbica y la hemostasia; por estas razones disminuye el riesgo de trombosis. Además, mejora la sensibilidad a la insulina y previene la aparición de diabetes mellitus tipo 2 en pacientes de alto riesgo. En personas ancianas mejora su estado funcional y su autonomía, previene o retrasa el deterioro cognitivo y disminuye la incidencia de enfermedad de Alzheimer.

Riesgos del ejercicio

Existen varios efectos adversos del ejercicio, al margen de las lesiones osteomusculares, dentro de los cardiovasculares se incluyen las arritmias, la muerte súbita o el infarto de miocardio, y otros musculares como la rabdomiólisis. Durante la realización de un ejercicio intenso se produce aumento transitorio del riesgo de muerte súbita, incluso en varones sanos; sin embargo, el riesgo absoluto durante un episodio aislado de ejercicio es muy bajo. Entre los mecanismos postulados se destacan las arritmias, especialmente taquicardia o fibrilación ventricular, y la isquemia coronaria aguda secundaria a rotura de la placa y la trombosis coronaria. El espasmo coronario también ha sido descrito como mecanismo causal de enfermedad de las arterias coronarias. Sin embargo, el ejercicio regular moderado o intenso tiene un efecto atenuante del riesgo de arritmias auriculares y ventriculares durante una sesión de ejercicio intenso, en parte por la mejora del aporte de O2 miocárdico y la reducción del tono simpático. Por otro lado, durante la realización de una actividad física extenuante aumenta temporalmente el riesgo de un infarto agudo de miocardio, especialmente para quienes no realizan ejercicio de manera regular. Finalmente, pese a que el ejercicio intenso se asocia con múltiples efectos perjudiciales (crisis de broncoconstricción, hipertermia o hipotermia, deshidratación, urticaria e incluso anafilaxia), los efectos beneficiosos del ejercicio regular superan estos riesgos.

Pautas y recomendaciones de actividad física

Ejercicio e  hipertensión arterial

En los pacientes hipertensos, el VO2máx alcanzado durante una prueba de esfuerzo tiene significación pronóstica. Las cifras bajas de VO2máx se asocian de forma significativa e independiente con mayor incidencia de eventos cardiovasculares y mortalidad total en pacientes con hipertensión arterial (HTA), por lo que el efecto beneficioso del ejercicio va más allá de la simple disminución de las cifras de presión arterial. Los programas de ejercicio con actividades de alto componente dinámico previenen la aparición de HTA o reducen la presión sanguínea en adultos con presión arterial normal o HTA. Sin embargo, el efecto de la actividad física en la presión arterial es más acentuado en los pacientes hipertensos, y se reduce una media de 6-7 mm Hg en la presión arterial sistólica y la diastólica, frente a 3 mm Hg en los individuos normotensos. Respecto de las características del programa de entrenamiento, parece que todos los tipos de ejercicio, incluidos los ciclos con pesas, disminuyen los valores de presión arterial en pacientes hipertensos. Hasta el momento no parece que haya acuerdo sobre la intensidad de ejercicio más adecuada, aunque los de intensidad moderada producen disminuciones similares o incluso superiores a las producidas por los de gran intensidad. La mayor parte de los autores acuerdan sobre la eficacia de programas que incluyan actividades aeróbicas como caminar, trotar o correr, nadar, montar en bicicleta o bailar a una intensidad moderada, con una duración por sesión de 30-45 minutos y al menos 4-5 días por semana. Los programas de entrenamiento mixtos que incluyen tanto ejercicios de resistencia como de fuerza, además de asegurar el efecto antihipertensivo deseado, favorecen que el entrenamiento resulte más ameno y disminuyen los abandonos.

Ejercicio e hipercolesterolemia

La respuesta de los lípidos al ejercicio aeróbico en varones no entrenados parece ser independiente de los valores previos de colesterol y puede deberse, en parte, al aumento de la actividad de la lipoproteinlipasa. Inmediatamente después de una sesión de ejercicio aeróbico a una intensidad equivalente al 70% de su consumo máximo de oxígeno, se produce una reducción del colesterol total y el asociado a las lipoproteínas de baja densidad (LDL), que vuelven a concentraciones basales a las 24 horas. La reducción de la concentración sérica de triglicéridos y el incremento de las fracciones HDL-C y HDL3-C, al igual que el aumento de actividad de la lipoproteinlipasa, se mantienen elevadas durante más tiempo (al menos 48 horas).

En relación con la edad, para obtener mejoras en la lipemia, los ancianos requieren programas de ejercicio más prolongados que los de los jóvenes.

Con respecto al sexo, los triglicéridos no difieren en su respuesta al ejercicio en ambos sexos, pero el colesterol asociado a lipoproteínas de alta densidad (HDLc) presenta una respuesta más atenuada en mujeres. Es un hecho que los deportistas presentan concentraciones de HDL más altas y de LDL inferiores a las observadas en individuos con un estilo de vida sedentario; sin embargo, la intensidad a la que se debe realizar un programa de ejercicio para obtener beneficios en el perfil lipídico es un parámetro todavía sin establecer. En poblaciones jóvenes, períodos de 6-12 meses son suficientes para lograr incrementos en el HDLc, pero en los adultos de 50 años o más, deben ser más prolongados, de al menos 2 años, para lograr las adaptaciones del metabolismo lipídico, aunque desde el inicio de un programa de ejercicio regular muestren una mejoría del estado físico y pequeñas modificaciones en las cifras de HDLc.

Ejercicio y obesidad

El beneficio cardiovascular que se obtiene al incrementar la actividad física es superior al del control de la dieta para reducir peso. El entrenamiento físico asociado a dieta hipocalórica reduce el peso corporal, preferentemente el porcentaje de peso graso, al incrementar el gasto energético y los índices metabólicos en reposo. La reducción del peso se asocia con mejoría en la resistencia a la insulina, los marcadores inflamatorios como la proteína C reactiva, la presión arterial diastólica y sistólica y el perfil lipídico. Además, la actividad física también puede contrarrestar el aumento de masa grasa que se produce con la edad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, para que se pierda una cantidad significativa de grasa, se requiere un programa de entrenamiento de al menos 20 minutos por día, 3 días a la semana, con intensidad y duración suficientes para quemar 300 kcal por sesión. Las actividades aeróbicas (caminar, correr, montar en bicicleta) son las más aconsejadas y todas reducen por igual la grasa corporal, mientras que las actividades anaeróbicas aumentan la masa muscular pero tienen menos efecto sobre la cantidad de grasa.

Ejercicio y diabetes mellitus tipo 2

Los efectos del ejercicio aeróbico en el control de la glucemia son dispares y parece que sólo ciertos subgrupos se benefician, como los pacientes con diabetes mellitus tipo 2 tratados con dieta y con buen control de la glucemia. El beneficio consiste en una pérdida de casi el 50% de la grasa abdominal y un incremento del 23% en la masa muscular, con un descenso significativo de los valores de hemoglobina glicosilada y un aumento de la sensibilidad a la insulina. Para que un programa de entrenamiento en pacientes diabéticos tipo 2 resulte eficaz, debe incluir ejercicio de moderada intensidad dinámica y alto grado de entrenamiento de fuerza, de tal manera que se obtenga una mejoría en la capacidad cardiorrespiratoria, la fuerza muscular y los diferentes parámetros fisiológicos y bioquímicos.

Conclusiones

El  balance entre riesgos y beneficios de la práctica de actividad física se inclina de manera clara hacia los beneficios, sobre todo cuando la práctica es regular, aunque aparentemente existiría un umbral de gasto energético semanal mínimo para disminuir el riesgo cardiovascular.

Las actividades físicas de moderada a alta intensidad, con un consumo mayor o igual a 1 000 kcal por semana, son las que muestran mayor beneficio. Por el contrario, el sedentarismo en relación con la cardiopatía isquémica presenta un riesgo superior al de la dislipidemia y la hipertensión, y únicamente es superado por el tabaquismo. En consecuencia, el ejercicio debe ser considerado como la piedra angular en la que deben basarse las modificaciones del estilo de vida para la prevención de la enfermedad cardiovascular.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La alimentación, motor y guía del proceso de hominización

 

Por Juan Francisco Buenestado

La verticalización del tronco y la cabeza sobre las patas posteriores y un gran tamaño cerebral relativo son las principales características que definen a nuestra especie haciéndola única entre el reino animal.

El bipedismo surgió hace al menos 4,5 millones de años, y el progresivo aumento del cerebro se inició decididamente en la línea del género Homo hace 2,4 millones de años hasta llegar a Homo sapiens y su descomunal cerebro. Aparte de otros factores que han condicionado esta vía evolutiva, la alimentación pudo haber sido su punto de partida y su hilo conductor.

Los rasgos más característicos que marcaron la divergencia de una rama de los antiguos homínidos y la orientaron hacia el proceso de hominización que finalmente desembocó en nuestra especie son de sobra conocidos: la adopción del bipedismo y el aumento del tamaño cerebral. Las explicaciones sobre los motivos y circunstancias que hicieron que estas modificaciones resultaran ventajosas y prosperaran con éxito han sido muchas y variadas. La postura erguida que nos caracteriza apareció, de acuerdo con el registro fósil recopilado hasta la fecha, en el extinto género Australopithecus, concretamente en la especie Australopithecus afarensis, cuyo representante más conocido es la célebre Lucy, que vivió en África hace unos cuatro millones de años. Los científicos han justificado la selección de este rasgo planteando diferentes hipótesis. C. Owen Lovejoy, de la Universidad Estatal de Kent, considera que la liberación de los miembros anteriores ofreció la posibilidad de sostener a las crías y de recolectar y transportar alimentos, mejorando así las posibilidades de subsistencia de los grupos y su descendencia; Kevin D. Hunt, de la Universidad de Indiana, plantea que la razón determinante de su prevalencia fue la mejora en la capacidad de alcanzar alimentos a los que no se podía acceder desde una postura cuadrúpeda. Peter Wheeler, de la Universidad John Moores de Liverpool, por citar aún otro ejemplo entre los muchos posibles, sugiere que la permanencia vertical sobre las dos patas traseras supone una mejora sustancial en la regulación de la temperatura, al reducirse la superficie corporal que queda expuesta a la intensa radicación solar en el entorno donde vivieron los Australopithecus, la actual Etiopía. Una vez adoptado el bipedismo, se hizo posible el aumento del tamaño del cerebro como ha propuesto Dean Falk de la Universidad de Florida, quien sostiene que la nueva situación del cráneo en la vertical del cuerpo propició la aparición de un sistema vascular más eficiente en la refrigeración del cerebro. Sin esta mejora su crecimiento no hubiera sido posible, dado que es un órgano extremadamente sensible a la temperatura, y el calor que produce aumenta con su volumen por encima de las posibilidades de evacuarlo eficientemente, que aumenta en proporción a una superficie de intercambio.

Pero en el origen de estos dos hitos que marcan el camino evolutivo de nuestra estirpe se encuentra un asunto más prosaico, más inmediato y perentorio pero suficientemente poderoso como para haber impulsado el avance hasta hacia nuestra especie: la comida. Para William R. Leonard, antropólogo de la Universidad Northwestern, la imposición de la bipedia, si bien debió estar condicionada por las ventajas que supuso en aspectos diversos, se apoyó primordialmente en el hecho de que es un sistema de locomoción considerablemente más económico en términos energéticos que el desplazamiento a cuatro patas, y permitió en su momento a los primeros homínidos subsistir en un entorno cambiante que modelaba zonas de bosque abierto y pradera con los recursos cada vez más dispersos, en las que la búsqueda de alimentos requiere desplazamientos diarios muy superiores a los necesarios en bosques densos. En esas condiciones, en las que siguen viviendo actualmente algunas poblaciones humanas de cazadores recolectores, es muy conveniente disponer de un tipo de locomoción poco costoso por una mera cuestión de balance energético entre las calorías empleadas en conseguir la comida y las obtenidas al ingerirla.

Luego está el asunto del incremento del tamaño cerebral, iniciado, como ya se ha apuntado con la aparición del género Homo. Homo habilis tenía ya un volumen cerebral de 600 cc, que creció hasta los 900 cc de Homo erectus en sólo 300.000 años. El cerebro consume una desproporcionada cantidad de energía, 16 veces más que el tejido muscular por unidad de masa, y en Homo sapiens, por ejemplo, su mantenimiento basal requiere del 20 al 25% de la energía que ingerimos, frente al 8 o 10% que emplean otros primates no humanos o el 3 o 5% de otros mamíferos. Homo erectus, según cálculos del profesor Leonard, empleaba el 17 % de la energía de su ingesta en mantener su cerebro, por lo que piensa que su desarrollo debió de apoyarse en una previa diversificación de su dieta con alimentos más nutritivos que frutas y hojas, es decir, con la incorporación de alimentos de origen animal, que pudo estar propiciada igualmente por las exigencias de un entorno cada vez más árido y con recursos vegetales cada vez más escasos y dispersos, poblado además por mamíferos herbívoros, que fueron incorporados a la dieta de Homo, iniciándose el régimen de caza-recolecta que desde entonces ha caracterizado al género. Una vez iniciado el camino del aumento cerebral, éste no paró hasta llegar a su máxima expresión en nuestra especie.

Pero, ateniéndonos al mismo criterio de balance energético, ¿Cómo se relaciona la alimentación con el desarrollo de un órgano tan dispendioso en calorías? En principio, parece que un entorno con recursos escasos no debía ser propicio para que prosperara una estructura en la que había que invertir una buena parte de los alimentos tan caros de conseguir. Pues bien, Katharine Milton, antropóloga de la Universidad de California en Berkeley, ha documentado como en otros primates, las especies cuya dieta se basa más en fruta madura (alimento de alta calidad) que en hojas, poco nutritivas, suelen tener un cerebro considerablemente mayor que las que se alimentan de estas últimas principalmente. Es el caso de los monos araña y los monos aulladores. Los primeros, con una dieta centrada en fruta madura complementada con hojas, tienen un cerebro casi el doble de grande, para un tamaño corporal similar, que el de los monos aulladores, que se alimentan principalmente de hojas verdes. Milton plantea que la mayor capacidad cerebral de los monos araña tiene una relación directa con su dieta, porque les otorga capacidades mentales imprescindibles para hacer efectivo su régimen alimentario. Un cerebro grande les permite aprender y retener en la mejor memoria cuáles son los frutos más nutritivos, dónde crecen y cuando entran en sazón, además de desplegar una serie de estrategias de búsqueda en grupo que optimiza la recolecta, así como desarrollar las técnicas comunicativas que se requieren entre los miembros del grupo para coordinar su actividad y articular las relaciones sociales en las que se basa la distribución de los recursos. La coincidencia de un cerebro mayor para similar tamaño corporal en especies que consumen alimentos de más calidad y dispersos frente a las que comen hojas y tallos menos nutritivos y abundantes parece constante en los primates, y también se puede rastrear por el registro fósil en la familia de los Homínidos. Australopithecus todavía tenía un cerebro de peso similar al de un chimpancé, y por las características de su dentición se sabe que se alimentaba de vegetales fibrosos fundamentalmente, mientras que Homo habilis, de tamaño corporal parecido, ya tenía un cerebro bastante mayor, y unos molares que atestiguan un cambio en su alimentación hacia el consumo de recursos de mayor calidad, incluida la incorporación de carne en la dieta del género, que significó un paso destacado en la hominización. El cerebro de los Hominidos siguió creciendo a lo largo de su línea evolutiva porque en él se generan las capacidades mentales que permitieron a los sucesivos representantes del género aprovechar mejor los recursos, que van desde las mencionadas facultades memorísticas hasta la construcción y utilización de herramientas, diseño de técnicas de caza, una estructuración social crecientemente compleja y el refinamiento de las capacidades comunicativas necesario para posibilitar todo lo anterior.

Desde todos estos planteamientos, el linaje humano, con su casi acrobática postura erguida rematada por un enorme cráneo, surgió primariamente de la presión medioambiental para conseguir un abastecimiento constante y fiable de alimentos de gran valor nutritivo, y todo lo demás (que es mucho y muy importante) sobrevino secundariamente. Nuestros rasgos morfológicos y fisiológicos se han ido definiendo, por lo tanto, en torno a un determinado régimen alimentario cuyo abandono paulatino en las sociedades desarrolladas se asocia a la incidencia de numerosas enfermedades metabólicas (obesidad, ciertos tipos de diabetes…) que se verían reducidas considerablemente si retomáramos una dieta más acorde a la que modelo nuestro organismo a lo largo de la evolución. Pero esta es otra historia.